EL GOLEM
Si (como afirma el griego en el Cratilo*)
el nombre es arquetipo de la cosa
en las letras de 'rosa' está la rosa
y todo el Nilo en la palabra 'Nilo'.
Y, hecho de consonantes y vocales,
habrá un terrible Nombre, que la esencia
cifre de Dios y que la Omnipotencia
guarde en letras y sílabas cabales.
Adán y las estrellas lo supieron
en el Jardín. La herrumbre del pecado
(dicen los cabalistas) lo ha borrado
y las generaciones lo perdieron.
Los artificios y el candor del hombre
no tienen fin. Sabemos que hubo un día
en que el pueblo de Dios buscaba el Nombre
en las vigilias de la judería.
No a la manera de otras que una vaga
sombra insinúan en la vaga historia,
aún está verde y viva la memoria
de Judá León, que era rabino en Praga.
Sediento de saber lo que Dios sabe,
Judá León se dio a permutaciones
de letras y a complejas variaciones
y al fin pronunció el Nombre que es la Clave,
la Puerta, el Eco, el Huésped y el Palacio,
sobre un muñeco que con torpes manos
labró, para enseñarle los arcanos
de las Letras, del Tiempo y del Espacio.
El simulacro alzó los soñolientos
párpados y vio formas y colores
que no entendió, perdidos en rumores
y ensayó temerosos movimientos.
Gradualmente se vio (como nosotros)
aprisionado en esta red sonora
de Antes, Después, Ayer, Mientras, Ahora,
Derecha, Izquierda, Yo, Tú, Aquellos, Otros.
(El cabalista que ofició de numen
a la vasta criatura apodó Golem;
estas verdades las refiere Scholem
en un docto lugar de su volumen.)
El rabí le explicaba el universo
"esto es mi pie; esto el tuyo, esto la soga."
y logró, al cabo de años, que el perverso
barriera bien o mal la sinagoga.
Tal vez hubo un error en la grafía
o en la articulación del Sacro Nombre;
a pesar de tan alta hechicería,
no aprendió a hablar el aprendiz de hombre.
Sus ojos, menos de hombre que de perro
y harto menos de perro que de cosa,
seguían al rabí por la dudosa
penumbra de las piezas del encierro.
Algo anormal y tosco hubo en el Golem,
ya que a su paso el gato del rabino
se escondía. (Ese gato no está en Scholem
pero, a través del tiempo, lo adivino.)
Elevando a su Dios manos filiales,
las devociones de su Dios copiaba
o, estúpido y sonriente, se ahuecaba
en cóncavas zalemas orientales.
El rabí lo miraba con ternura
y con algún horror. '¿Cómo' (se dijo)
'pude engendrar este penoso hijo
y la inacción dejé, que es la cordura?'
'¿Por qué di en agregar a la infinita
serie un símbolo más? ¿Por qué a la vana
madeja que en lo eterno se devana,
di otra causa, otro efecto y otra cuita?'
En la hora de angustia y de luz vaga,
en su Golem los ojos detenía.
¿Quién nos dirá las cosas que sentía
Dios, al mirar a su rabino en Praga?
*Crátilo
griego antiguo: Κρατύλος, Kratylos) fue un filósofo griego de finales del siglo V a. C.
Fue un representante del relativismo. Crátilo tomó la idea de Heráclito de que uno no se puede bañar dos veces en el mismo río, porque entre las dos el cuerpo y el agua del río se han alterado, y la llevó más lejos. Según Aristóteles, Crátilo proclamó que no se podía hacer ni una sola vez.
Si el mundo está en constante cambio, entonces el río cambia instantáneamente. De la misma forma las palabras cambian incesantemente. En consecuencia, Crátilo decidió que la comunicación era imposible y renunció a hablar, limitando su comunicación al movimiento de su dedo.
Crátilo conoció a Sócrates en el año 407 y durante los siguientes 8 años se dedicó a enseñarle.
Crátilo (diálogo)
La noción de un lenguaje ideal en
Platón
Crátilo (BIOGRAFÍA Y OBRAS DE BORGES
Fue un representante del relativismo. Crátilo tomó la idea de Heráclito de que uno no se puede bañar dos veces en el mismo río, porque entre las dos el cuerpo y el agua del río se han alterado, y la llevó más lejos. Según Aristóteles, Crátilo proclamó que no se podía hacer ni una sola vez.
Si el mundo está en constante cambio, entonces el río cambia instantáneamente. De la misma forma las palabras cambian incesantemente. En consecuencia, Crátilo decidió que la comunicación era imposible y renunció a hablar, limitando su comunicación al movimiento de su dedo.
Crátilo conoció a Sócrates en el año 407 y durante los siguientes 8 años se dedicó a enseñarle.
Crátilo (diálogo)
Crátilo (Κρατυλος) es el nombre de un diálogo escrito por Platón en el año 360 a. C.
Hermógenes le pide a Sócrates que intervenga en la discusión que mantiene con Crátilo sobre si el significado de las palabras viene dado de forma natural (como postula Crátilo) o si por el contrario es arbitraria y depende del hábito de los hablantes (como propone Hermógenes). Crátilo es una de las primeras obras filosóficas de la Antigua Grecia en tratar materias etimológicas y lingüísticas.
Crátilo sostiene la concepción presocrática de que la palabra contiene ciertos sonidos que expresan la esencia de lo nombrado. Así, dice «El que conoce los nombres conoce también las cosas». Según esta tesis, hay letras idóneas para cosas blandas, otras para cosas líquidas, etc.
La tesis de Hermógenes es muy diferente. Afirma que la relación entre el nombre y lo nombrado viene dada por la costumbre y la convención. Los nombres no expresan la esencia de las cosas, y pueden reemplazarse por otros si los que emplean la palabra así lo acuerdan.
Sócrates no se muestra de acuerdo con ninguna de las dos propuestas. Durante más de la mitad del diálogo, analiza cómo se han formado las palabras, respecto a lo que declara: «De hecho, de tanto darle la vuelta a los nombres a diestro y siniestro, no sería en absoluto de extrañar que nuestra lengua antigua, frente a la actual, no se diferenciara en nada de la bárbara». De las etimologías que propone, sólo unas pocas son ciertas.
Según José Luis Calvo, la intención de Sócrates es rechazar el lenguaje como revelador de la verdad al combatir dos teorías que pretenden, cada una a su manera, emplearlo con este fin.[1]
En su poema El Golem, Borges evoca la polémica del coloquio referido y dice en el primer cuarteto:
Hermógenes le pide a Sócrates que intervenga en la discusión que mantiene con Crátilo sobre si el significado de las palabras viene dado de forma natural (como postula Crátilo) o si por el contrario es arbitraria y depende del hábito de los hablantes (como propone Hermógenes). Crátilo es una de las primeras obras filosóficas de la Antigua Grecia en tratar materias etimológicas y lingüísticas.
Crátilo sostiene la concepción presocrática de que la palabra contiene ciertos sonidos que expresan la esencia de lo nombrado. Así, dice «El que conoce los nombres conoce también las cosas». Según esta tesis, hay letras idóneas para cosas blandas, otras para cosas líquidas, etc.
La tesis de Hermógenes es muy diferente. Afirma que la relación entre el nombre y lo nombrado viene dada por la costumbre y la convención. Los nombres no expresan la esencia de las cosas, y pueden reemplazarse por otros si los que emplean la palabra así lo acuerdan.
Sócrates no se muestra de acuerdo con ninguna de las dos propuestas. Durante más de la mitad del diálogo, analiza cómo se han formado las palabras, respecto a lo que declara: «De hecho, de tanto darle la vuelta a los nombres a diestro y siniestro, no sería en absoluto de extrañar que nuestra lengua antigua, frente a la actual, no se diferenciara en nada de la bárbara». De las etimologías que propone, sólo unas pocas son ciertas.
Según José Luis Calvo, la intención de Sócrates es rechazar el lenguaje como revelador de la verdad al combatir dos teorías que pretenden, cada una a su manera, emplearlo con este fin.[1]
En su poema El Golem, Borges evoca la polémica del coloquio referido y dice en el primer cuarteto:
Si (como afirma el griego en el Cratilo)
El nombre es arquetipo de la cosa,
En las letras de rosa está la rosa
Y todo el Nilo en la palabra Nilo.
La noción de un lenguaje ideal en
Platón
Anotaciones a una lectura del diálogo
Crátilo
Miguel Angel de la Cruz Vives
Catedrático de
Filosofía
I.E.S. Arquitecto Peridis
Leganés (Madrid)
Catedrático de Filosofía
I.E.S. Arquitecto Peridis
Leganés (Madrid)
- Índice
- Planteamiento inicial de la cuestión
- Crítica de la teoría sofística del lenguaje
- Crítica del uso instrumental del lenguaje
- Pasaje intermedio: delirio etimológico
- El lenguaje de los dioses y el lenguaje de los hombres
- El lenguaje como instrumento de conocimiento
- Conclusión
- Notas
Planteamiento inicial de la cuestión
El tema que suscita el debate es si el lenguaje es por naturaleza,
como sostiene Crátilo, o por convención, como mantiene Hermógenes. Al principio
del diálogo se exponen las dos posiciones enfrentadas del siguiente modo:
Posición de Crátilo: Cada cosa tiene un nombre
exacto por naturaleza; no es un nombre aquel del que se valen algunos, después
de haberse puesto de acuerdo, para servirse de él, un nombre de tales
condiciones sólo consiste en una cierta articulación de la voz. Todos los
hombres, tanto griegos como bárbaros, tienen la misma exactitud en sus
nombres.
Posición de Hermógenes: Los nombres no tienen otra
propiedad que la que deben a la convención y consentimiento de los hombres. Si
se reemplaza una palabra por otra, el nuevo nombre no parece menos propio que el
primero. La naturaleza no ha dado nombre a ninguna cosa, todos los nombres
tienen su origen en la ley y el uso, y son obra de los que tienen el hábito de
emplearlos.
Solicitado Sócrates a establecer una mediación entre estas dos
posturas1, la primera parte del diálogo está dedicada a la
crítica de la posición de Hermógenes y en la parte final se examina la
afirmación de Crátilo. En el fondo se está discutiendo si el lenguaje es tan
sólo un instrumento para la comunicación entre los hombres o si, además, es un
modo de conocimiento.
Crítica de la teoría sofística del
lenguaje
La afirmación de Hermógenes expresa el convencionalismo de los
sofistas: la relación entre el significante y el significado es puramente
convencional y, por consiguiente, ninguna descripción lingüística es más
adecuada que otra a la realidad descrita, ya que la función del lenguaje no es
desvelar ninguna verdad sino persuadir al interlocutor provocándole
sensaciones2. La discusión, como no podía ser de otra manera,
se plantea en el plano del uso cotidiano del lenguaje, ya que los sofistas le
niegan toda función epistemológica. El lenguaje cotidiano está plagado de
inexactitudes y ambigüedades y en ello reside su fuerza como instrumento de
persuasión. Frente a ello se eleva la exigencia socrática de una definición
rigurosa.
La posición más extrema es pronto desechada. Si los términos que
se asocian a las cosas son independientes de éstas no hay ninguna razón para
usar un término en lugar de otro y alguien podría, si así lo deseara, aplicar el
término 'hombre' a los caballos y el término 'caballo' a los hombres. El
problema es que en este caso el lenguaje no cumpliría su función ya que la
comunicación sería imposible. Una comunidad de hablantes tiene necesariamente
que utilizar unos términos comunes.
Ahora bien, como el lenguaje sirve tanto para decir lo que es como
lo que no es, los discursos pueden ser verdaderos o falsos. Esta propiedad del
discurso la extiende Sócrates a los nombres, que entiende como la parte más
pequeña del discurso: los nombres pueden ser también verdaderos o
falsos3. A ésto último opone Hermógenes que dado que distintos
pueblos aplican diferentes nombres a las mismas cosas, todos los nombres han de
ser verdaderos y no puede decirse de ningún nombre que sea falso. La verdad del
nombre es relativa al que lo utiliza y no es más verdadero un término que
otro.
Este punto dará pie para criticar dos proposiciones antitéticas.
La primera es la célebre proposición de Protágoras de que el hombre es la medida
de todas las cosas: no puede conocerse la esencia de las cosas sino sólo la
apariencia y esta es diversa en distintos sujetos. Lo que se me aparece a mí es
verdad para mí y lo que se te aparece a ti es verdad para ti y no es más verdad
la una que la otra, sino que ambas son igualmente verdaderas porque la verdad
depende del sujeto. La otra proposición es atribuida al sofista Eutidemo y es
justo lo contrario de lo afirmado por Protágoras: todas las cosas son las mismas
para todos los hombres y estos no pueden conocer sino la
verdad4. El argumento que emplea Sócrates para refutar ambas
proposiciones es el mismo: tanto si las cosas aparecen de modo distinto en cada
hombre como si todas ellas aparecen a todos del mismo modo, todos los hombres
serían igualmente sabios y, consiguientemente, buenos y virtuosos. Pero la
experiencia cotidiana nos muestra que no todos los hombres son igualmente
virtuosos, lo que indica que no son igualmente sabios sino que unos son más
sabios que otros5. Del rechazo de estas dos proposiciones se
deduce que la verdad no reside en los sujetos que conocen sino en una esencia
que existe independientemente de los sujetos:
Sócrates: Por consiguiente, si ni todo es para
todos igual al mismo tiempo y en todo momento, ni tampoco cada uno de los seres
es distinto para cada individuo, es evidente que las cosas poseen un ser propio
consistente. No tienen relación ni dependencia con nosotros ni se dejan
arrastrar arriba y abajo por obra de nuestra imaginación, sino que son en sí y
con relación a su propio ser conforme a su naturaleza
[386e]6.
Sócrates nos empieza a dirigir al lugar donde nos quiere llevar:
un nombre para ser verdadero debe referirse no a lo que aparece sino a la
esencia fija e inmutable de la cosa nombrada. El término para referirse a los
caballos puede ser distinto en distintas comunidades de hablantes, pero todos
ellos han de estar referidos a la esencia 'caballo'7.
El término es un instrumento que sirve para enseñar y distinguir
los seres. Como todo instrumento debe ser adecuado a la función que debe
realizar, es decir debe ser adecuado a la naturaleza de su objeto. Se recurre
aquí a una comparación con la lanzadera del tejedor8: así como
la lanzadera es el instrumento propio para distinguir los hilos del tejido, el
nombre debe ser un instrumento que nos permita distinguir los seres unos de
otros. En la construcción de la lanzadera el carpintero tiene en mente la idea
del instrumento (la lanzadera en sí) y a partir de esta idea escoge los
materiales adecuados para construir la apropiada en cada caso particular:
Sócrates: Por consiguiente, cuando se precise
fabricar una lanzadera para un manto fino o grueso, de lino o de lana, o de
cualquier otra calidad, ¿han de tener todas la forma de lanzadera y hay que
aplicar a cada instrumento la forma natural que es mejor para cada
objeto? [389b].
El fabricante de nombres (el legislador) debe actuar del mismo
modo:
Sócrates: ¿Entonces, excelente amigo, también
nuestro legislador tiene que saber aplicar a los sonidos y a las sílabas el
nombre naturalmente adecuado para cada objeto? ¿Tiene que fijarse en lo que es
el nombre en sí para formar e imponer todos los nombres, si es que quiere ser un
legítimo impositor de nombres? [389d].
A la anterior afirmación de Hermógenes de que en distintos estados
se dan distintos nombres a las mismas cosas, por lo que no parece que se atienda
a la naturaleza de las cosas cuando se las nombra, Sócrates opone ahora que así
como los artesanos pueden elegir distintos materiales para construir los
instrumentos y esto es indiferente en tanto que sean adecuados para cumplir su
función, los legisladores pueden formar los nombres con distintas sílabas,
siempre que atiendan a la esencia de la cosa nombrada:
Sócrates: ¿Pensarás, entonces, que tanto el
legislador de aquí como el de los bárbaros, mientras apliquen la forma del
nombre que conviene a cada uno en cualquier tipo de sílabas..., pensarás que el
legislador de aquí no es peor que el de cualquier otro sitio?
[390a].
Pero, además, es preciso tener en cuenta que no todos los hombres
pueden actuar como legisladores de nombres. Así como el carpintero y el herrero
poseen el conocimiento y la habilidad necesarios para construir instrumentos de
madera o hierro (puesto que conocen la idea de las cosas que fabrican) y los
otros hombres deben recurrir a ellos, tampoco todos los hombres están
capacitados para dar nombre a las cosas: el legislador es un técnico en el arte
de nombrar. Por otra parte, no es el propio fabricante el que puede determinar
en última instancia la adecuación o no del instrumento a su función, sino que
este juicio corresponde al que lo utiliza: es el músico el que determina si la
lira está bien o mal fabricada y el artesano deberá atender a las indicaciones
del músico si quiere realizar bien su trabajo. Aquellos que fabrican nombres
deben someterse al juicio de quienes utilizan la palabra de modo eminente: los
dialécticos o filósofos, ya que son ellos los que poseen la idea adecuada de las
cosas y pueden juzgar si los nombres se corresponden o no con esta idea.
Sócrates: Por consiguiente, la obra del
carpintero es construir un timón bajo la dirección del piloto, si es que ha de
ser bueno el timón.
Hermógenes: ¡Claro!
Sócrates: Y la del legislador, según parece, construir
el nombre bajo la dirección del dialéctico, si es que los nombres han de estar
bien puestos [390d]
La crítica de la afirmación inicial de Hermógenes termina aquí con
dos conclusiones:
a) el nombre debe tener relación con la naturaleza de la cosa
nombrada;
b) no todos los hombres son aptos para dar a las cosas los nombres
convenientes.
Crítica del uso instrumental del lenguaje
Asistimos, pues, a una crítica de los fundamentos de la teoría
sofística del lenguaje. Sólo sobre la base del puro convencionalismo y el
relativismo es posible utilizar el lenguaje como instrumento de persuasión y de
poder. Este es un tema constante de los diálogos llamados socráticos: el
lenguaje cotidiano no sólo es insuficiente sino que constituye la barrera
principal que nos impide alcanzar la verdad.
Si en el Crátilo se efectúa la crítica de los fundamentos
teóricos de la teoría del lenguaje de los sofistas, en otros lugares encontramos
la crítica de la práctica lingüística que es posible construir sobre tales
fundamentos. Tomemos como ejemplo el diálogo Eutidemo cuya finalidad
principal es contraponer el método erístico de refutación de los sofistas con el
método mayeútico de Sócrates. Ambos métodos tienen en común servirse del uso de
preguntas y respuestas, pero, a diferencia de la mayeútica, la erística no busca
la verdad, sino sólo obtener una victoria dialéctica recurriendo a toda clase de
ardides: introducción de términos equívocos, utilización de falacias, etc.
Más de la mitad del diálogo corresponde a las falacias con las que
dos sofistas acorralan y aturden al joven Clínias, quien lejos de aprender algo,
está cada vez más confuso. La erística no proporciona saber alguno; peor
todavía, desanima a encontrar por medio del diálogo algún conocimiento, pues no
se preocupa sino de refutar los argumentos a través de las palabras con las que
son expresados, aprovechando las ambigüedades presentes en el lenguaje. El
contrapunto lo ponen las intervenciones de Sócrates para desenmascarar las
argucias empleadas por los sofistas, cuyo método considera un simple
pasatiempo:
Semejantes enseñanzas no son, sin embargo, más que un juego -y
justamente por eso digo que se divierten contigo-; y lo llamo "juego", porque si
uno aprendiese muchas sutilezas de esa índole, o tal vez todas, no por ello
sabría más acerca de cómo son realmente las cosas, sino que sólo sería capaz de
divertirse con la gente a propósito de los diferentes significados de los
nombres... [Eutidemo, 278b]
Frente a este modo de proceder, Sócrates opondrá la mayeútica, que
también se vale de preguntas y respuestas, pero está dirigida a la búsqueda en
común de algún conocimiento estable por encima de las ambigüedades del lenguaje
cotidiano. Cuando Sócrates interroga a Clínias introduce también términos
equívocos, pero esto no impide la validez de los argumentos. La ambigüedad del
lenguaje es el punto de partida necesario, de ahí la necesidad de la definición
rigurosa, que consiste en llegar a un acuerdo entre los interlocutores sobre el
significado de los nombres que emplean. La condición necesaria para que el
lenguaje pueda servir de instrumento para alcanzar el conocimiento es la
definición rigurosa de los términos. Al no realizar esta operación, la erística
consiste simplemente en pasar de un sentido a otro de un mismo término, lo que
conduce inevitablemente a la paradoja y la contradicción.
La mayeútica socrática produce conocimiento o, al menos, permite
clarificar los términos en que es enunciada la cuestión. Tal vez al final nos
encontremos sin haber encontrado una solución satisfactoria; aparentemente el
diálogo no ha servido para nada puesto que seguimos sin conocer lo que queríamos
conocer, pero no nos encontramos en la misma situación porque:
a) se han clarificado y precisado los términos que hemos de
emplear en la indagación; es decir, hemos eliminado las ambigüedades propias del
lenguaje cotidiano y los interlocutores saben con precisión a qué se refieren
con el uso de las palabras;
b) hemos desechado las nociones espontáneas adquiridas
acríticamente y reconocemos nuestra ignorancia, mientras antes, llevados por el
embrujo del lenguaje, creíamos conocer un significado que no estaba
rigurosamente establecido.
Por consiguiente, nos encontramos en mejor disposición que antes
para alcanzar el conocimiento. La mayeútica es una propedeútica y una
purificación necesaria para escapar de las trampas que las ambigüedades e
imprecisiones del lenguaje cotidiano nos tienden, impidiéndonos alcanzar la
verdad.
El lenguaje cotidiano, cuya finalidad es puramente utilitaria, es
impotente para alcanzar la naturaleza de la cosa representada. Platón se refiere
a ello en varios lugares. Así, en Laques, el personaje que da nombre al
diálogo ensaya una definición de la valentía según la cual esta sería «un
cierto coraje del alma» [192b]. La discusión de esta definición por
parte de Sócrates comienza con una precisión: si la valentía es un coraje debe
estar acompañada de sensatez (sophrosyne) [192c], porque si el
coraje es insensato no es bello sino dañino y criminal. A continuación, Sócrates
constata que en el lenguaje cotidiano se considera más valiente al temerario que
al prudente, siendo así que los temerarios «arriesgan y tienen coraje más
insensatamente que los que lo hacen con conocimiento técnico» [193c],
por lo que en el lenguaje cotidiano se considera valiente al que posee un coraje
insensato, lo que no puede ser una virtud.
No podemos conocer la esencia (eidos) de las cosas a través
de los términos del lenguaje cotidiano, ya que estos nos ofrecen en muchos casos
imágenes deformadas de las cosas. Laques ha intentado definir la valentía en los
términos del lenguaje cotidiano pero este es contradictorio e impotente y
abandona la discusión cediendo la palabra a Nicias con un discurso que revela
cómo el lenguaje es incapaz de expresar la verdadera naturaleza de las
cosas:
...creo para mí, que tengo una idea de lo que es la valentía,
pero no sé cómo hace un momento se me ha escabullido, de modo que no puedo
captarla con mi lenguaje y decir en qué consiste [Laques,
194b].
Tenemos aquí un atisbo de la posterior teoría de la anamnesis: hay
un conocimiento inconsciente de la esencia, que permanece en el olvido hasta que
es actualizado. Este conocimiento es inexpresable en el lenguaje cotidiano y
solo podría ser expresado en un lenguaje que fuera capaz de representar
perfectamente las esencias. Para ello es necesario cambiar la dirección de la
mirada de la manifestación sensible hacia la esencia inteligible. Ante el
intento de definir la virtud mediante una enumeración de los diferentes tipos de
virtudes [Menón, 71e-72a], Sócrates replica que hay que encontrar
más allá de la multiplicidad de lo dado y sus diferencias particulares aquello
que hace que todas ellas puedan ser designadas con un mismo nombre:
Aunque sean muchas y de todo tipo, todas tienen una única y
misma forma (eidos), por obra de la cual son virtudes y es hacia ella hacia
donde ha de dirigir con atención su mirada quien responda a la pregunta y
muestre, efectivamente, en qué consiste la virtud [Menón,
72c].
En tanto permanezcamos atrapados en las redes del lenguaje
cotidiano resultará imposible aproximarse a la verdadera esencia de las cosas.
Así, al final de Lisis, tras una prolongada discusión acerca de la
definición del amor y la amistad, se llega a la constatación de que en tanto se
permanezca encerrado en los estrechos límites que impone el lenguaje la cuestión
no puede resolverse: es inútil seguir un discurso que solo puede conducirnos a
aporías:
¿Qué es lo que nos queda por hacer con el discurso? Es claro
que nada. Quizá nos falte, como a los oradores en los juicios, reconsiderar todo
lo que ha sido dicho. Porque, si ni los queridos ni los que quieren, ni los
semejantes ni los desemejantes, ni los buenos ni los connaturales, ni todas las
otras cosas que hemos recorrido -pues ni yo mismo me acuerdo de tantas como han
sido-, si nada de esto es objeto de amistad, no me queda más que añadir
[Lisis, 222e].
En el lenguaje cotidiano se nos aparece el bien o la amistad tan
solo como simulacros del bien y la amistad verdaderos. Por eso, nos conduce
inevitablemente a aporías. Para alcanzar el verdadero conocimiento debemos
escapar de las redes del lenguaje. Y en Cármides, cuando Crítias defiende
su definición de sophrosyne mediante un torrente de distinciones
lingüísticas [163b-163c], Sócrates le señala que las distinciones
lingüísticas sólo sirven para clarificar el sentido que cada interlocutor da a
las palabras posibilitando la comunicación, pero que no es merced a distinciones
sobre las palabras como podemos alcanzar la verdad.
La necesidad de un lenguaje ideal que elimine la equivocidad del
lenguaje cotidiano y sea un verdadero instrumento de conocimiento se pone de
manifiesto en Filebo: cuando bajo un solo nombre abarcamos cosas
diferentes entre sí, el lenguaje se hace equívoco y nos impide conocer el
significado real del término. Así, aplicamos el término "placer" tanto al que
experimenta el disoluto como el del moderado, el del insensato como el del
prudente. Estos placeres son diferentes entre sí, pero al ser abarcados por un
mismo término, parecen, en cambio, semejantes.
El análisis del uso de las expresiones del lenguaje corriente no
permite desvelar el verdadero significado de los términos, sólo conduce a
paradojas y contradicciones. Utilizamos los términos creyendo saber lo que
significan pero finalmente descubrimos que detrás de términos tan cotidianos
como 'valentía', 'amistad' o 'virtud' no hay sino una confusa mezcla de
significados contradictorios. La exigencia socrática de una definición rigurosa
trata de eliminar toda ambigüedad para que el lenguaje no sea un puro
instrumento de poder y se convierta en vehículo de auténtico conocimiento. Las
palabras producen imágenes de las cosas, pero si esta producción no se realiza
atendiendo a la naturaleza de la cosa misma sólo se producirá una imagen
deformada, útil para crear la apariencia de lo verdadero pero no para emprender
la búsqueda de la verdad. Se anuncia aquí la aspiración a un lenguaje ideal,
esto es un lenguaje que produzca imágenes adecuadas de la naturaleza de las
cosas.
Pasaje intermedio: delirio etimológico
En este punto entramos en la parte central del diálogo, previa a
la discusión de la afirmación de Crátilo, en la que se procede a indagar la
relación entre las palabras y las cosas nombradas, tomando como base las obras
de Homero y de otros poetas. Este largo pasaje, en el que Sócrates, poseído de
un intenso delirio etimológico, explica el significado de los nombres de los
dioses y de los héroes es, a mi juicio, una ejemplificación caricaturesca de
hasta dónde se puede llegar si se lleva al extremo la posición defendida por
Crátilo de que los nombres designan la naturaleza de las cosas nombradas,
combinada con un hábil e irónico manejo de la erística. Si hasta aquí hemos
asistido a la crítica de la concepción inicial de Hermógenes y parece que
Sócrates está dando la razón a Crátilo, a partir de este momento se empieza a
poner en cuestión la afirmación de éste y sirve como preámbulo al final del
diálogo, cuando Crátilo tome la palabra.
Este pasaje en el que Sócrates analiza la etimología de las
palabras e incluso las letras que las componen para tratar de establecer si los
nombres se corresponden o no con la naturaleza de las cosas nombradas parece
tener una doble intencionalidad:
1) Poner en cuestión la autoridad de los poetas, en cuya obra
estaría supuestamente contenida una verdad irracional, directamente inspirada
por los dioses.
2) Caricaturizar los procedimientos erísticos de la sofistica
encaminados a hacer fuerte cualquier argumento por débil que sea. En efecto, a
lo largo de su discurso Sócrates recurre en todo tipo de ardides y juegos del
lenguaje para forzar la interpretación de los nombres de modo que encaje en
aquello que se quiere demostrar. En todo momento Sócrates mantiene un cierto
distanciamiento con respecto al ejercicio etimológico que está realizando, se
siente "poseído", como si fuera otro y no él el que habla por su boca, hasta el
punto que considera necesario someterse posteriormente a una purificación que lo
libere de tal posesión:
Hermógenes: ¡Desde luego, Sócrates! Sencillamente parece
que te has puesto, de repente, a recitar oráculos como los posesos
Sócrates: ¡Claro, que es a Eutifrón Prospaltio a quien
culpo, Hermógenes, de que me haya sobrevenido ésta! Pues desde el alba no he
dejado de acompañarle y prestarle oídos. Es posible, por tanto, no sólo que haya
colmado mis oídos por estar él poseído, sino que incluso haya cautivado mi alma.
Creo, pues, que deberíamos obrar así: hoy podemos servirnos de ella y analizar
los nombres que nos quedan, pero mañana, si estás de acuerdo conmigo, la
conjuraremos y nos purificaremos buscando a quien sea capaz de realizar una tal
purificación, ya sea sacerdote o sofista. [396d].
El delirio etimológico de Sócrates no es un mero intermezzo
satírico sino que muestra claramente el sentido final de todo el diálogo. El
lenguaje no es sólo un instrumento de comunicación sino también y
fundamentalmente de educación. La educación griega se realiza casi
exclusivamente a través de la palabra. Tradicionalmente han sido los poetas los
educadores de Grecia, como señala el propio Platón en La República. La
educación tiene como finalidad principal que los ciudadanos adquieran los
valores y virtudes necesarios para el bienestar de la ciudad que es la condición
del suyo propio. Los poetas transmiten estos valores porque su palabra tiene un
estatus privilegiado, diferente al de la palabra que utilizan los ciudadanos en
sus relaciones cotidianas. El poeta es un intermediario entre el mundo de lo
divino y el mundo humano: poseído por lo divino, al igual que los oráculos y los
adivinos, es la propia divinidad la que se manifiesta a través de él.
En la Atenas de Pericles, los sofistas tratan de arrebatar a los
poetas, a la sazón los autores trágicos, su papel de educadores. Frente a la
educación de los poetas, cuyos modelos de conducta, apoyándose en una verdad
mítica una y otra vez renovada, recomiendan a los ciudadanos prudencia
(sophrosyne) frente a la desmesura (hybris) del héroe trágico,
surge con los sofistas un nuevo tipo de educación en la que la dimensión trágica
de la existencia humana queda relegada: el modelo no es el héroe trágico sino el
ciudadano que aspira a triunfar en la vida de la ciudad; el mito queda relegado
a mero ejemplo, así en Protágoras. Al eliminar la referencia a una verdad
inmutable y eterna que se impone sobre la propia voluntad de los hombres, los
sofistas ponen la palabra de los poetas al mismo nivel que la de cualquier
ciudadano. La palabra de cualquier ciudadano tiene, en principio, el mismo
valor, en tanto que está basada en una capacidad de razonamiento común a todos.
Interpretemos como interpretemos el aforismo de Protágoras de que el hombre es
la medida de todas las cosas da igual. Si se refiere al hombre individual, cada
individuo, usando su razón alcanza su propia verdad, que puede ser
inconmensurable con la de cualquier otro. Si se refiere al ser humano en
general, a la humanidad, no hay una verdad más allá de la que puede ser
alcanzada con el uso de las capacidades humanas. El poeta, presunto portador de
una verdad sobrehumana, transmite modelos arcaicos que no tienen ninguna
utilidad para la vida ciudadana. El público de la tragedia puede ser conmovido
pero no es eficazmente educado para participar plenamente en la vida de la polis
democrática.
Los sofistas introducen un nuevo criterio para diferenciar una
palabra privilegiada de la que no lo es. El criterio no se refiere ya al origen
divino y sagrado de la palabra del poeta y el oráculo, sino al uso de la misma:
aquellos que poseen el dominio de la técnica del discurso son capaces de
persuadir y convencer a sus conciudadanos y de confundir a sus opositores en la
Asamblea, en los tribunales y en el Consejo. La palabra del retórico tiene,
pues, un estatus superior, en términos de eficacia, a la del hombre corriente,
pobremente equipado para triunfar en la vida política.
Para triunfar sobre los poetas, los sofistas han eliminado toda
referencia a un orden estable de valores morales. La palabra, puramente racional
y desprovista de toda sacralidad, se convierte en un puro instrumento de
dominación política. La nueva educación de los sofistas otorga a aquellos que
puedan pagarla los instrumentos retóricos y dialécticos necesarios para hacer
prevalecer su opinión en la permanente pugna lingüística de la polis. Es lo
verosímil, aquello que tiene la apariencia de la verdad sin serlo, y no ninguna
verdad inmutable y eterna, lo que surge a través de la lucha de los argumentos
contrarios: la justicia de una decisión, de una acción o de una sentencia no
depende de ninguna referencia objetiva sino de la capacidad de persuasión y
convencimiento del orador.
La filosofía socrático-platónica se opone por igual a los poetas y
a los sofistas. Estará de acuerdo con los sofistas en que la razón es el único
instrumento del que dispone el ser humano para alcanzar cualquier tipo de
conocimiento y manifestará su desconfianza hacia cualquier tipo de acceso
irracional a la verdad como el de los poetas. Pero denunciará el puro uso
instrumental de la palabra que hacen los sofistas: a través de la razón tiene
que ser posible fundamentar un orden objetivo de valores. La educación sofística
es racional pero incapaz de establecer un modelo de moralidad pública.
Desprovista de toda vocación de búsqueda de la verdad, la palabra permanece
prisionera de la opinión (dóxa), en una pura técnica sin objetivo
alguno.
En este largo pasaje, en el que Sócrates está, por un lado,
poseído y sirve de vehículo para la enunciación de una verdad dogmática, y, por
otro, utiliza todo tipo de falacias y trampas lingüísticas, se pone en cuestión
a todos aquellos que han sido considerados hasta entonces como maestros de
verdad: a los poetas y a los sofistas, con el fin de promocionar al nuevo
maestro de verdad que será propugnado a continuación: el dialéctico o filósofo,
que alcanza el conocimiento de la verdad por medio de la razón y utiliza el
lenguaje y la argumentación como medio de alcanzar este conocimiento.
Pese a las diferencias señaladas, la palabra del sofista tiene un
rasgo común con la del poeta: ejerce su influjo sobre las emociones del oyente,
el cual, arrastrado por la perfección formal del discurso y la belleza de la
composición, queda atrapado en las redes del lenguaje, siendo colonizada su
mente y anulada su capacidad de razonamiento crítico. Queda, pues, como
"poseído", estado en el que dice Sócrates hallarse tras escuchar a Eutifrón, del
que se dice que está también poseído por sus maestros sofistas. De tal estado
sólo es posible salir mediante una "purificación" del alma que la libere de las
falsas imágenes que la invaden.
Aún cuando se indique aquí que tal purificación debe ser realizada
por un sacerdote o sofista, sabemos por otros lugares que no es de ellos de los
que podemos esperar que se produzca el efecto deseado. Es necesario purificar el
alma de las falsas imágenes para poder iniciar el camino de la búsqueda de la
verdad. Es Sócrates el que ejerce esta función por las calles de Atenas,
purificando a sus interlocutores de las opiniones que han adquirido escuchando a
los poetas y a los sofistas, haciéndoles reconocer su ignorancia y poniéndoles
así en condición de buscar la verdad. Esta es la función del filósofo en
contraposición al poeta y al sofista: no enseñar ninguna verdad sino poner al
hombre en disposición de buscar la verdad. Como se nos dice en el Menón,
no buscará la verdad el que cree que ya la posee ni el que niega que exista tal
verdad, sino aquel que, sabedor de su ignorancia, confía empero en la existencia
de la verdad. El camino que conduce de la oscuridad a la luz, de la opinión a la
ciencia, tal como queda ejemplificado en el mito de la caverna de La
República, pone de manifiesto que el camino del conocimiento sólo puede
emprenderse después de que el alma se haya purificado de las falsas
creencias.
El lenguaje de los dioses y el lenguaje de los
hombres
Reparemos en la referencia que hace Sócrates al comienzo de este
pasaje a aquellos versos de la Ilíada de Homero en lo que distingue,
respecto de una misma cosa, el nombre que le dan los hombres y el que le dan los
dioses. Esta distinción está de algún modo presente en todo el diálogo. Existen
nombres verdaderos (que se corresponde con la idea de la cosa nombrada) y
nombres que pueden ser más o menos aproximados e incluso falsos. Los dioses,
como pueden contemplar las esencias, asignarán a las cosas su verdadero
nombre9, en tanto que los hombres sólo pueden poner nombres
más o menos apropiados ya que no les aplican a las esencias mismas sino a sus
manifestaciones sensibles. Si el nombre fuera puramente convencional, como
defendían los sofistas, nos encontraríamos con un nombre totalmente falso ya que
no tendría nada que ver con la esencia de las cosas nombradas.
El problema se plantea, pues, en estos términos: ¿cómo puede el
hombre conocer el nombre adecuado a cada objeto? Ya hemos visto que esto sólo
sería posible mediante la contemplación de la esencia fija e inmutable de cada
uno de ellos. Cuando posteriormente Platón elabore su teoría de las ideas nos
dirá que es el dialéctico el único que puede llegar a alcanzar este tipo de
conocimiento. Pero en este momento la teoría no está elaborada todavía, aunque
se anuncia su necesidad, y el análisis se limita a la cuestión de si es posible
alcanzar el conocimiento de los nombres verdaderos, por medio de la inspiración
de los dioses. Esta es una vía distinta a la que utiliza el filósofo, es la vía
del misticismo, de la inspiración oracular, que Platón sustituirá por su método
dialéctico.
Aún cuando pudiera parecer que Sócrates esté dando la razón a
Crátilo, en realidad no está sino llevándola hasta el extremo para hacer ver la
debilidad de su fundamento. Tenemos la sensación de que, aún cuando hubieran
sido otros los términos aplicados a las cosas, siempre encontraríamos el modo de
demostrar su propiedad: basta con suprimir o intercalar alguna letra para pasar
de un término menos apropiado a otro más apropiado. Pero, además, hay que tener
en cuenta el aspecto histórico del lenguaje. Los nombres tienen un origen
antiguo y en el transcurso del tiempo han sido alterados y se han utilizado en
diversos sentidos hasta el punto de que es muy difícil encontrar ya los nombres
primitivos. El lenguaje actual está tan alejado del lenguaje originario, creado
por los primeros legisladores de nombres, que aún cuando ese lenguaje
representara realmente las esencias de las cosas no podríamos decir otro tanto
del lenguaje que actualmente empleamos.
El asunto desemboca en una suerte de atomismo onomástico. Las
palabras se componen de sílabas y las sílabas, a su vez, de letras. El método
que sigue Sócrates es el de descomponer cada palabra en sus elementos y
descubrir el significado de la palabra derivada a partir del significado de las
palabras primitivas de las que procede. Como dice el propio Sócrates: las
palabras derivadas toman de las primitivas el poder que tienen de representar
las cosas. La cuestión estriba, pues, en determinar si las palabras
primitivas expresan (imitan) mediante la voz la esencia de los objetos a los que
se refieren:
Sócrates: ¿Y qué me dices de esto otro? ¿No te
parece que cada cosa tiene una esencia lo mismo que un color y cuantas
propiedades citábamos hace un instante? Y antes que nada, ¿el color mismo y la
voz no tiene cada uno su esencia, lo mismo que todo cuanto merece la predicación
de ser?
Hermógenes: Pienso que sí
Sócrates: ¿Pues qué? ¿Si alguien pudiera imitar
esto mismo, la esencia de cada cosa, con letras y sílabas, no manifestaría acaso
lo que es cada cosa? ¿O no es así?
Hermógenes: Desde luego
[423e].
El análisis de la palabra desemboca por esta vía en el análisis de
las letras que las forman como átomos lingüísticos últimos. Cada letra expresa
una determinada acción mediante el modo en que es articulada: así, la letra
r , que al ser pronunciada hace que la lengua se agite
fuertemente, es adecuada para expresar la idea de movimiento, y vemos como r es usada en la formación de las palabras que designan este
tipo de acción: reÃn (correr),
roZ
(curso), tr`moV (temblor),
crobein (golpear), rumbeÃn (rodar), etc.;
la d y la t , que al ser
pronunciadas ejercen una presión sobre la lengua son adecuadas para expresar la
idea de negación del movimiento, como en stasiV
(reposo) o desm`V (encadenar);
las letras g , y , b y z , que son silbantes imitan las
cosas de esta naturaleza como yucr`n (frío), ze`n (hirviente) o seism`V (agitación).
La lengua se desliza al pronunciar la l y así vemos a
esta letra formar parte de leÃon (liso) o
olisqVnein (deslizarse), mientras que la g
, que detiene el deslizamiento de la lengua entra a componer las palabras que se
refieren a objetos viscosos como lgiscron (dulce).
Es en este punto en el que Hermógenes cede la palabra a Crátilo, a
quien la disertación de Sócrates parece haberle dado la razón; pero Sócrates
insiste en volver a examinar la cuestión, una vez liberado de la "posesión" que
le hizo pronunciar tan profuso discurso:
Crátilo: ...También tú, Sócrates, parece que has
recitado tu oráculo en conformidad con mi pensamiento, ya sea que te hayas
inspirado en Eutifrón o que te posea desde hace tiempo alguna otra Musa sin que
tú lo adviertas.
Sócrates: ¡Mi buen amigo Crátilo! Incluso yo mismo estoy
asombrado, hace tiempo, de mi propia sabiduría y desconfío de ella. Por ende,
creo que hay que volver a analizar mis palabras, pues lo más odioso es dejarse
engañar por uno mismo. Y cuando el que quiere engañarte no se aleja ni un
poquito, sino que está siempre contigo, ¿cómo no va a ser temible? Hay que
volver la atención una y otra vez, según parece, a lo antes dicho e intentar lo
del poeta: mirar "a un tiempo hacia delante y hacia atrás".
[428c-d].
Si hasta aquí, Sócrates ha hablado como un "poseído", a partir de
este momento recobra su papel de filósofo y va a analizar las consecuencias
derivadas de la afirmación de Crátilo.
La primera cuestión que se presenta es la siguiente: si los
nombres representan las cosas tal como son tienen la virtud de enseñar; es
decir, conocer las palabras es suficiente para conocer las cosas mismas. Al
componer los nombres, el legislador actuaría de modo semejante al pintor que
representa a un modelo. Pero del mismo modo que el cuadro imita al modelo, pero
es distinto al modelo, el nombre no es la misma esencia sino una imitación de la
esencia, y así como las pinturas representan con mayor o menor fortuna los
objetos que representan, los nombres no imitan con igual fidelidad la esencia
sino que unos lo consiguen en mayor medida que otros. Y así como hay buenos y
malos pintores, hay buenos y malos legisladores de nombres. El mal pintor hace
también un cuadro o dibujo, pero no será tan bello, esto es, adecuado a la
perfecta representación del modelo. Del mismo modo, los que imitan con sílabas y
letras las esencias de las cosas pueden ser más o menos hábiles y crear buenas o
malas imágenes. Luego no todos los nombres son igualmente perfectos, sino que
unos representan mejor que otros la esencia de las cosas.
Sócrates: Luego si, a su vez, comparamos los
nombres primarios con un grabado, será posible -lo mismo que en las pinturas-
reproducir todos los colores y formas correspondientes; o bien no reproducirlos
todos, sino omitir algunos y añadir otros tanto en mayor número como magnitud.
¿No es ello posible?
Crátilo: Lo es.
Sócrates: ¿Por ende, el que reproduzca todos producirá
hermosos grabados y retratos y, en cambio, el que añada o suprima, producirá
también grabados y retratos, pero malos?
Crátilo: Sí.
Sócrates: ¿Y el que imita la esencia de las cosas
mediante sílabas y letras? ¿Es que por la misma razón no obtendrá un bello
retrato, esto es, un nombre, si reproduce todo lo que corresponde, y, en cambio,
obtendrá un retrato, pero no bello, si omite pequeños detalles o añade otros
ocasionalmente? ¿De tal forma que unos nombres estarán bien elaborados y otros
mal? [431c-d]
La analogía empleada aquí por Platón es la misma que efectúa en el
libro X de La República, donde establece una comparación entre el arte
poético y el arte de la pintura. Considerar que los nombres empleados por los
poetas nos enseñan la esencia de las cosas es tanto como confundir al modelo con
la copia.
-Dejamos establecido, por lo tanto, que todos los poetas,
comenzando por Homero son imitadores de imágenes de la excelencia y de las otras
cosas que crean, sin tener nunca acceso a la verdad; antes bien, como acabamos
de decir, el pintor, al no estar versado en el arte de la zapatería, hará lo que
le parezca un zapatero a los profanos en dicho arte, que juzgan solo en base a
colores y figuras
-De acuerdo.
-Así también, se me ocurre, podemos decir que el poeta colorea
cada una de las artes con palabras y frases, aunque él mismo sólo está versado
en el imitar, de modo que a los que juzgan solo en base a palabras les parezca
que se expresa muy bien, cuando, con el debido metro, ritmo y armonía, habla
acerca del arte de la zapatería o acerca del arte del militar o respecto de
cualquier otro; tan poderoso es el hechizo que producen estas cosas.
[República, X, 600e-601b]10.
Ahora bien, si los nombres son representaciones de las cosas y no
puramente convencionales, ¿por qué utilizan distintos pueblos diferentes
palabras para nombrar las mismas cosas? ¿No debería haber un único término y no
una multitud de ellos para cada una de ellas? ¿Cómo distintos términos pueden
referirse con propiedad a una misma cosa? Para resolver estas objeciones basta
con tener en cuenta que las palabras son imágenes de las cosas y que una imagen
nunca se corresponde plenamente con la cosa representada. Es posible, por tanto,
que distintas imágenes (distintos nombres) sean adecuadas a la cosa siempre y
cuando se utilicen las letras convenientes, del mismo modo que distintos
pintores pueden hacer imágenes distintas del mismo modelo y ser todas ellas
semejantes al mismo.
En este punto aparece de nuevo la referencia a la diferencia entre
los hombres y los dioses: mientras los primeros sólo pueden crear imágenes, un
dios no crearía imágenes sino duplicados exactos de las cosas representadas:
Sócrates: ... puede que no haya que reproducir
absolutamente todo lo imitado, tal cual es, si queremos que sea una imagen. Mira
si tiene algún sentido lo que digo: ¿es que habría dos objetos tales como
Crátilo y la imagen de Crátilo, si un dios reprodujera como un pintor no sólo tu
color y forma, sino que formara todas las entrañas tal como son las tuyas, y
reprodujera tu blandura y color y les infundiera movimiento, alma y pensamiento
como los que tú tienes? En una palabra, si pusiera a tu lado un duplicado exacto
de todo lo que tú tienes, ¿habría entonces un Crátilo y una imagen de Crátilo o
dos Crátilos?
Crátilo: Parecemé, Sócrates, que serían dos
Crátilos [432b-c].
Si un pintor divino hiciera una copia de Crátilo, ésta sería un
duplicado exacto y no habría forma de distinguir al verdadero Crátilo de su
copia porque el pintor divino no se limita a reproducir la representación
sensible de Crátilo sino también su "movimiento, alma y pensamiento",
esto es, todo lo que le constituye propiamente, su esencia. Sin embargo, el
pintor humano no puede representar más que el color y la forma porque toma como
modelo una de las múltiples manifestaciones sensibles de Crátilo, creando una
representación más o menos ajustada de este modelo. Pero por muy perfecta que
fuera la copia nunca sería un duplicado exacto del modelo sino una imagen que
mantendría la misma apariencia del Crátilo que sirvió de modelo por más que este
hubiera envejecido o engordado cambiando su apariencia. Lo que el pintor divino
y el pintor humano tienen "a la vista" es diferente: el pintor divino contempla
la esencia inmutable de Crátilo, el pintor humano contempla una de las múltiples
manifestaciones sensibles de Crátilo.
Trasladando esta analogía entre el pintor divino y el humano al
terreno del lenguaje, vemos que no es otra la diferencia entre el lenguaje
divino y el lenguaje humano: los dioses aplican los nombres a las esencias y son
un duplicado exacto de las mismas, pero los seres humanos crean los nombres
tomando como modelo las cosas sensibles, que son, a su vez, copias de las
esencias. El nombre es, pues, una imagen de segundo grado, es decir, la imagen
de algo que es también una imagen. De este modo, los nombres que crean los
legisladores humanos jamás pueden representar plenamente la esencia de las cosas
sino, en el mejor de los casos, una imagen más o menos adecuada de ésta.
El hombre encuentra en el mundo sensible dos tipos de imágenes:
las imágenes sensibles (las cosas) y los nombres (imágenes lingüísticas de las
imágenes sensibles). Hay, pues, una duplicidad de representación y dos modos
paralelos de conocimiento: a través del conocimiento sensible podemos conocer
las cosas que afectan nuestros a sentidos corporales; a través del lenguaje
también podemos conocer las cosas aunque no afecten a nuestros sentidos. Pero lo
importante aquí, es que ninguno de estos dos conocimientos son verdadero
conocimiento (episteme), sino mera opinión (dóxa): no conocemos lo
que las cosas son en sí mismas sino las imágenes que las representan. El
lenguaje humano es imperfecto y produce un conocimiento imperfecto, mientras los
dioses disponen de un lenguaje y un conocimiento perfecto, puesto que conocen
las esencias11.
Si los nombres fueran por naturaleza, como defiende Crátilo,
habría una correspondencia estricta entre el término y la esencia nombrada. En
tal caso, el nombre no sería una imagen sino un duplicado exacto. El único
lenguaje que cumple esta exigencia es un lenguaje perfecto, cuyos elementos sean
las propias esencias y no imágenes de las mismas; pero este lenguaje, como
vemos, sólo estaría al alcance de los dioses. El lenguaje humano no alcanza tal
perfección porque sus elementos, los nombres, son imágenes de las cosas, e
imágenes imperfectas, como demuestra que empleemos para su construcción
elementos que no son semejantes a la naturaleza de la cosa representada. Así
para representar algo que está en movimiento utilizamos a veces letras que
indican inmovilidad y rigidez. Si ha pesar de ello entendemos lo que la palabra
significa no es por medio de un análisis de los elementos que la componen o
porque nos muestre la naturaleza de la cosa, sino por la costumbre que tenemos
de asociar tal palabra, independientemente de su idoneidad, a la cosa
representada:
Sócrates: ¿Y cuando dices "costumbre", crees que
dices algo distinto de "convención"? ¿O entiendes por costumbre algo distinto
que el que cuando yo digo esto pienso en aquello y tú comprendes que yo lo
pienso? ¿No entiendes esto?
Crátilo: Sí.
Sócrates: ¿Luego si me comprendes cuando hablo, te
manifiesto algo?
Crátilo: Sí.
Sócrates: Y, sin embargo, hablo con elementos
distintos de aquello que pienso, si es que la l no es, según tú mismo afirmas,
semejante a la rigidez. Y si esto es así, ¿no será que lo has pactado contigo
mismo, y para ti la exactitud del nombre es convención, dado que tanto las
letras semejantes como las desemejantes tienen significado, con tal que las
sancionen la costumbre y la convención? Pero, aun en el caso de que la costumbre
no fuera exactamente convención, ya no sería correcto decir que el medio de
manifestar es la semejanza, sino más bien la costumbre. Pues ésta, según parece,
manifiesta tanto por medio de lo semejante como de lo desemejante. Y como quiera
que coincidimos en esto, Crátilo (pues interpreto tu silencio como concesión),
resulta, sin duda, inevitable que tanto convención como costumbre colaboren a
manifestar lo que pensamos cuando hablamos. [434e-435b].
Sin embargo, desde el punto de vista del uso cotidiano del
lenguaje, basta con un lenguaje puramente convencional, con el único requisito
de que los hombres se pongan de acuerdo en el significado de las palabras. La
comunicación entre los hombres es posible aunque el lenguaje haya sido
establecido por la convención y la costumbre.
Si en la primera parte del diálogo, Sócrates parece dar la razón a
Crátilo en detrimento de Hermógenes, ahora parece que ocurre todo lo contrario y
que el lenguaje es más bien por convención, como defendía Hermógenes.
El lenguaje como instrumento de
conocimiento
Al final del diálogo se nos muestra cómo Sócrates mantiene una
posición equidistante de ambas posiciones. El debate está mal planteado y no
tiene solución en los términos que tanto Hermógenes como Crátilo lo presentan;
por eso, al sacar las consecuencias de la afirmación de cada uno de ellos se
desemboca en la afirmación del contrario. Es en un plano distinto donde debe ser
examinada la cuestión: en el de la función que debe cumplir el lenguaje y esta
función, se nos dice, es enseñar.
El lenguaje tal como lo concibe la teoría sofística, defendida por
Hermógenes, no cumple esta función. Los términos lingüísticos no tienen relación
alguna con la cosa nombrada sino que han sido instituidos convencionalmente
mediante el acuerdo y la costumbre, lo que no les impide realizar una función
comunicativa y persuasiva. El lenguaje es un producto de la razón humana y puede
utilizarse como instrumento para triunfar en la vida de la polis, si se domina
adecuadamente la técnica de la retórica y la dialéctica. Pero un lenguaje así no
puede ser instrumento de conocimiento: como no hay ninguna relación necesaria
entre el nombre y la cosa nombrada, los nombres no nos pueden enseñar nada.
El lenguaje por naturaleza, que defiende Crátilo, tendría la
capacidad de enseñar porque hay una relación necesaria entre el significante y
la esencia de la cosa nombrada. Si el nombre fuera un duplicado exacto y no una
imagen imperfecta, bastaría con conocer el nombre para conocer la cosa:
Sócrates: ...Pero dime a continuación todavía una
cosa: ¿cuál es para nosotros, la función que tienen los nombres y cuál decimos
que es su hermoso resultado?
Crátilo: Creo que enseñar, Sócrates. Y esto es
muy simple: el que conoce los nombres, conoce también las cosas.
Sócrates: Quizá, Crátilo, sea esto lo que quieres
decir: que, cuando alguien conoce qué es el nombre (y éste es exactamente como
la cosa), conocerá también la cosa, puesto que es semejante al nombre. Y que,
por ende, el arte de las cosas semejantes entre sí es una y la misma. Conforme a
esto, quieres decir, según imagino, que el que conoce los nombres conocerá
también las cosas [435d-e].
Sin embargo, para que esto fuera posible, sería necesario que al
menos los nombres primarios, de los que se derivan todos los demás, sean
indudablemente verdaderos y esto solo sería así si el que impuso el nombre por
primera vez conocía correctamente la cosa (y conocer correctamente una cosa es
conocer su esencia). Pero si se equivocó en su juicio o tuvo un conocimiento
imperfecto, nosotros conoceríamos también imperfectamente la cosa a partir de su
nombre. Y, al igual que ocurre en geometría, si el primer principio resulta
erróneo, el sistema en su conjunto podría ser coherentemente deducido, pero
sería totalmente erróneo. Por consiguiente, los nombres primarios no pueden
tener su origen en ningún legislador humano, cuyo conocimiento dista de ser
perfecto, sino necesariamente en un legislador divino:
Sócrates: ¿Entonces también afirmas que el que
puso los [nombres] primarios los puso con conocimiento?
Crátilo: Con conocimiento.
Sócrates: ¿Entonces con qué nombres conoció o descubrió
las cosas, si los primarios aún no estaban puestos y, de otro lado, sostenemos
que es imposible conocer o descubrir las cosas si no es conociendo los nombres o
descubriendo qué cosa significan?
Crátilo: Creo, Sócrates, que objetas algo grave.
Sócrates: Por consiguiente, ¿en qué sentido diremos que
impusieron los nombres con conocimiento, o que son legisladores, antes de que
estuviera puesto nombre alguno y ellos lo conocieran, dado que no hay otra forma
de conocer las cosas que a partir de los nombres?
Crátilo: Pienso yo, Sócrates, que la razón más verdadera
sobre el tema es ésta: existe una fuerza superior a la del hombre que impuso a
las cosas los nombres primarios, de forma que es inevitable que sean
exactos12.
Así, pues, Crátilo, para defender al lenguaje como instrumento de
conocimiento, debe abandonar la dimensión racional del lenguaje, que defienden
los sofistas: los nombres primarios solo pueden tener un origen irracional. El
legislador humano actuaría, pues, a la manera de los poetas y los adivinos,
inspirado por un dios: no de otro modo podría dar un nombre adecuado a cada
cosa.
De este modo, Crátilo y Hermógenes estarían defendiendo cada uno
un uso distinto del lenguaje:
a) un uso cotidiano, instrumental, práctico, basado en la
convención y la costumbre, elaborado por la razón humana, pero que no puede
servir en absoluto como instrumento de conocimiento (Hermógenes);
b) un uso sapiencial, que muestra la naturaleza de las cosas y
tendría el poder de enseñar, pero cuyo origen es totalmente irracional
(Crátilo).
El problema, como demuestra Sócrates a continuación, es que el
lenguaje humano no es de este tipo. En efecto, si basta con conocer los nombres
para conocer las cosas, entonces, bastaría con conocer la estructura del
lenguaje para conocer la estructura del mundo. En ese caso, los nombres
mantendrían entre sí una armonía semejante a la armonía que reina en el Cosmos.
Un rápido análisis muestra que no es ésto lo que sucede, sino que los nombres no
se encuentran de acuerdo unos con otros: mientras unos representan el mundo en
un movimiento, cambio y flujo perpetuos13, otros lo
representan en perpetuo reposo. No existe, pues, una armonía entre los nombres
sino una guerra civil. Conociendo los nombres no podemos determinar si el mundo
está en permanente cambio o en permanente reposo14.
Conclusión
El debate, tal cómo ha sido planteado por Hermógenes y Crátilo al
comienzo del diálogo se muestra estéril y no conduce a ninguna parte. Es
necesario un replanteamiento de la cuestión que tome como punto de partida la
función que deben desempeñar los nombres. Aunque todos los interlocutores están
de acuerdo en que esta función es la de enseñar, el diálogo conduce a la
conclusión de que un lenguaje cuyo poder de significar sea puramente
convencional no puede cumplir esta función, mientras que un lenguaje
significante por naturaleza, esto es, un lenguaje ideal en el que los términos
expresen la esencia de las cosas nombradas y cuya estructura reproduzca la
estructura de la realidad, está fuera del alcance de los seres humanos.
Al final del diálogo queda planteada la necesidad de un uso del
lenguaje que además de realizar las funciones comunicativas y expresivas sea
instrumento de conocimiento; que permita, por ejemplo, determinar si el mundo
está en permanente cambio o en permanente reposo. Dado que el lenguaje
cotidiano, plagado de ambigüedades y contradicciones, no puede servir a este
fin, resulta imprescindible establecer un uso del lenguaje diferente al del
hombre de la calle, pero también al del poeta y al del sofista. La cuestión
queda abierta pero en el curso del diálogo se establecen algunas de las
condiciones necesarias para que el lenguaje sirva como instrumento de
conocimiento:
-
Conociendo los nombres no conocemos la realidad de las cosas. Los nombres son términos puramente convencionales que unifican la multiplicidad de la apariencia sensible mediante imágenes artificiales de las cosas, pero que no hacen referencia a las esencias.
-
Para alcanzar un verdadero conocimiento hay que dirigir la mirada a las esencias, para lo que resulta imprescindible purificarse de las ambigüedades y contradicciones del lenguaje cotidiano, que constituyen una barrera para alcanzar este conocimiento.
-
El camino del conocimiento no puede partir de los nombres sino de las cosas. Aunque tanto los nombres como las cosas son imágenes, pero con distinto grado de participación en las esencias. Los nombres son imágenes artificiales creadas por los seres humanos y significantes por convención y costumbre, por lo que no participan de la esencia presente en la cosa representada. Las cosas, sin embargo, son imágenes naturales y, por consiguiente, participan en distintos grados de las esencias de las que son una manifestación sensible.
-
El conocimiento de las esencias permitiría depurar al lenguaje de términos inapropiados y construir un lenguaje que fuera verdadero instrumento de conocimiento.
-
La tarea de construir tal lenguaje no puede ser llevada a cabo ni por los sofistas ni por los poetas. Los sofistas hacen un uso racional del lenguaje pero no tienen el deseo de alcanzar la verdad sino la utilidad. Los poetas, por su parte, aunque tienen una voluntad de verdad, hacen un uso irracional del lenguaje. La tarea está reservada a aquellos que haciendo un uso racional del lenguaje desean conocer la verdadera esencia de las cosas: los dialécticos o filósofos.
El problema de un uso cognoscitivo del lenguaje queda, pues,
planteado, pero no resuelto. Habremos de esperar a las obras postreras de
Platón, principalmente en el Sofista y en el Político, para
encontrar la solución que ofrece Platón a este problema en el marco de una
teoría de las ideas plenamente desarrollada y al empleo de todas las
potencialidades del método dialéctico.
Notas:
1 Hagamos notar aquí que Demócrito sostenía una
posición intermedia entre estas dos posiciones extremas: consideraba como
natural al lenguaje en su conjunto, pero consideraba como convencionales los
nombres particulares de las cosas. El establecimiento del sistema de
significaciones convencional era, como la religión, obra de algunas destacadas
personalidades de los tiempos arcaicos (frag. 142), el legislador
que vemos aparecer en el curso de este diálogo [Vid. Wilhelm Nestle:
Historia del espíritu griego; Ed. Ariel, 1981, págs. 103-104]. Platón,
que era contemporáneo de Demócrito, no le menciona ni una sola vez; sin embargo,
no podía dejar de conocer (y discrepar de) sus ideas, tan distintas de las suyas
propias.
2 En la Apología, Sócrates renuncia a
hacer este uso sofístico del lenguaje:
"He sido condenado por falta no ciertamente de palabras, sino de osadía y desvergüenza, y por no querer deciros lo que os habría sido más agradable oír: lamentarme, llorar o hacer y decir otras muchas cosas indignas de mí, como digo, y que vosotros tenéis costumbre de oír a otros" [Apología, 38d-38e; Platón: Diálogos, tomo I; Ed. Gredos].
"He sido condenado por falta no ciertamente de palabras, sino de osadía y desvergüenza, y por no querer deciros lo que os habría sido más agradable oír: lamentarme, llorar o hacer y decir otras muchas cosas indignas de mí, como digo, y que vosotros tenéis costumbre de oír a otros" [Apología, 38d-38e; Platón: Diálogos, tomo I; Ed. Gredos].
3 En el Hipías Menor aparece esta tesis:
el lenguaje cotidiano sirve tanto para decir la verdad (lo que es) como la
mentira (lo que no es) y no podemos verificarlo dentro de los límites del propio
lenguaje, pues tan bien formado está un enunciado verdadero como uno falso; por
consiguiente, debemos referirnos a algo exterior al mismo. El lenguaje no es en
sí ni bueno ni malo, es su uso el que puede ser calificado de esta manera. En el
Sofista [260b y ss.] se combate también la tesis de que todos los
discursos son verdaderos, afirmando la existencia de discursos falsos. Tanto los
discursos verdaderos como los falsos son sintácticamente correctos y se refieren
a algo, pero mientras el discurso verdadero afirma “lo que es” el falso
afirma “lo que no es”. El discurso falso es puesto aquí en relación con
la noción de imagen: “Y cuando existe lo falso, existe el engaño... Y cuando
existe el engaño, todo se llena necesariamente de imágenes, de figuras y de
apariencias” [260c].
4 En el Eutidemo, esta tesis es
presentada de forma diferente: "todos los hombres lo saben todo si saben una
sola cosa" [294a]
5 Sócrates emplea aquí como premisa su ecuación
entre saber y virtud: el sabio debe ser necesariamente virtuoso.
6 Platón: Diálogos, Ed. Gredos
7 Aquí, como en el resto de los diálogos
socráticos, queda simplemente apuntada la necesidad de establecer una referencia
al eidos común que se oculta tras las múltiples manifestaciones del lenguaje
cotidiano y los fenómenos sensibles. La teoría de las ideas no está todavía
elaborada pero aparece su necesidad. Siendo múltiple la manifestación sensible
del ser, también lo son los modos que tenemos de referirnos mediante el lenguaje
a las cosas. Pero tanto las palabras como las cosas son manifestación de una
esencia única que hay que alcanzar tanto para comprender la armonía del Cosmos
como para establecer el significado del lenguaje.
8 Ésta es una de las comparaciones favoritas de
Platón que aparece en varios lugares.
9 En el Fedro, Platón reserva el nombre
de sophós (sabio) a la divinidad, ya que sólo a ella le es dada la contemplación
de las esencias, mientras que el dialéctico, que trata de alcanzar la
contemplación de las esencias a partir de su condición humana le corresponde el
nombre de filosofo (amigo de la sabiduría):
"El nombre de sabios, mi querido Fedro, me parece que sólo conviene a Dios; mejor les vendría el de amigos de la sabiduría, y estaría más en armonía con la debilidad humana" [Fedro, 278d].
"El nombre de sabios, mi querido Fedro, me parece que sólo conviene a Dios; mejor les vendría el de amigos de la sabiduría, y estaría más en armonía con la debilidad humana" [Fedro, 278d].
10 Platón Diálogos; tomo IV; Ed. Gredos, 1986,
traducción de Conrado Eggers Lan.
11 En varios pasajes del Fedro se señala
cómo el conocimiento del ser humano está necesariamente limitado para conocer la
verdadera realidad y sólo puede atisbarla con algún esfuerzo y siempre
incompletamente. El verdadero conocimiento no es humano sino divino. Los dioses
pueden contemplar la realidad y sólo lo que de divino hay en el hombre, el alma,
puede contemplarla cuando se separa del cuerpo y está suficientemente purificada
de su contacto con él. Sólo puede hablarse con propiedad de lo que se conoce, de
aquello que sólo se conoce como sombra o imagen de su realidad no puede hablarse
sino recurriendo, a su vez, a imágenes y comparaciones que den una idea
aproximada Así, en Fedro, 246c: "El nombre de inmortal no puede
razonarse con palabra alguna; pero no habiéndolo visto ni intuido
satisfactoriamente, nos figuramos a la divinidad como un viviente mortal, que
tiene alma, que tiene cuerpo, unidos ambos, de forma natural, por toda la
eternidad". Aquí se señala la imposibilidad de que el lenguaje humano pueda
referirse apropiadamente a aquello cuya naturaleza está más allá de la
experiencia humana. En este caso, el término 'inmortal' es una imagen todavía
más alejada de la realidad que la de los nombres de las cosas sensibles, las
cuales, al fin y al cabo, participan de los eidos que imitan; pero nada en el
mundo sensible participa de la inmortalidad.
12 Ya en 425d había sido rechazado el
recurso a un legislador divino como una evasiva. Pero Crátilo, acorralado por la
argumentación de Sócrates, no encuentra otra salida, dada la imposibilidad
manifiesta de que algún legislador humano hubiera impuesto los nombres primarios
con exactitud.
13 La continua referencia a la doctrina de
Heráclito que aparece en el texto y el hecho de que Crátilo comparta la misma
simultáneamente con la tesis naturalista del lenguaje contradice la noticia que
nos da Aristóteles [Metafísica, 1010a7 y ss.], según la cual
Crátilo, llevando la doctrina de Heráclito a sus últimas consecuencias, afirmaba
que no se puede hablar, sino solamente señalar con el dedo. Sobre la cuestión,
que he obviado aquí, sobre si el Crátilo del diálogo platónico es el mismo al
que se refiere Aristóteles, puede consultarse la introducción de Emilio Lledó a
su traducción a este diálogo. En cualquier caso, considero que no hay relación
alguna entre la doctrina de Heráclito y la tesis naturalista, así como que el
diálogo no se plantea la crítica de la doctrina de Heráclito. Debe tenerse en
cuenta, además, que los dos interlocutores de Sócrates no son pensadores
relevantes sino, como muchos otros personajes de los diálogos platónicos,
simples discípulos que repiten como papagayos lo que oían a sus maestros pero
que eran incapaces de defender adecuadamente las tesis que mantenían, por lo que
caen fácilmente en contradicciones.
14 El argumento sirve tanto si el legislador es
humano como si se trata de una divinidad que ha inspirado a los legisladores de
nombres. La discordia entre los nombres revela que estos han sido otorgados sin
atender a la verdadera estructura del cosmos, que es armónica, y por lo tanto
que no podemos conocer la estructura del mundo a partir de la estructura del
lenguaje.
© Miguel Angel de la Cruz Vives 2002
Espéculo. Revista de estudios literarios. Universidad Complutense de Madrid
El URL de este documento es
http://www.ucm.es/info/especulo/numero20/cratilo.html
Espéculo. Revista de estudios literarios. Universidad Complutense de Madrid
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